La inquietante relación entre lugares y memorias

“La inquietante relación entre lugares y memorias”
Héctor Schmucler[1]
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Me voy a permitir hacer dos aclaraciones que sin duda condicionan lo que espero conversar con ustedes. La primera pretende limitar el espacio de mi exposición: si ustedes están esperando una especie de conferencia en la cual haya presupuestos teóricos bien fundados, un relato de hechos y luego conclusiones que permitan lanzarnos a alguna aventura intelectual, política o algo por el estilo, me temo que se van a decepcionar. En cambio, si están esperando que les exprese con toda franqueza mis propias reflexiones y dudas sobre este tema, haré el mayor esfuerzo para que nos podamos entender. Entender en el diálogo, no necesariamente ponernos de acuerdo, pero sí abriéndonos generosamente al diálogo de donde, a lo mejor, salimos, por lo menos, con la tranquilidad. de saber que no escatimamos esfuerzos en la búsqueda de algún tipo de verdad.
La segunda aclaración se vincula a mí personalmente, a mi situación de expositor en este momento.
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Hace pocos días leía un trabajo de alguien, alguien que seguramente tendría una edad similar a la mía. Es decir que ya estaría en ese largo terreno que ahora, por una especie de corrección ideológico-política, llaman adultos mayores y que antes, con todo respeto, con todo honor y con todo orgullo se llamaba vejez. Debo decir que uno casi alegremente entra en este período de la vejez y éste que reflexionaba, a quien he aludido recién, este escritor señalaba el cambio sustancial que se produce cuando uno es sujeto de la memoria, es decir, es el que estudia la memoria, y el momento en que pasa a ser objeto de la memoria. Ahora cuando escuchaba unos breves y sin duda exagerados antecedentes míos, me decía: bueno, claro, todo esto es para estudiar, no es sólo lo que le pasó a uno, sino que son historias que uno vivió y que valen como tales. Seguramente esas historias tienen que ver con las reflexiones que voy a hacer y que tienen que ver con un pasado de nuestro país que a todos nos inquieta.
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Bueno, dije “inquieta” y a este diálogo con ustedes le puse justamente este nombre: “La inquietante relación entre los espacios y la memoria”. Voy a ir desgranando por qué digo que creo que es inquietante. Primero decir qué quiero expresar con “inquietante”. Inquietante es, como se sabe, lo contrario de la quietud. La quietud es la calma, es el no movimiento. La quietud es, tal vez, el estado supremo de sabiduría, pero al que no fácilmente podemos adquirir. Es la sabiduría ya de estar por encima de lo mundano, por encima de lo banal para tal vez entablar una relación con valores que nos sobrepasan. Pero también quietud puede ser esa actitud tan difundida en nuestra época, que curiosamente pareciera caracterizarse por el permanente movimiento. Sin embargo, este permanente movimiento, esta atracción sistemática hacia entretenimientos, hacia formas de goce de la vida, hacia la exaltación del puro goce de la vida, tal vez, digo, esa quietud no tenga que ver con esa sabiduría de quienes la logran, sino con otra cosa que es exactamente lo contrario. Tal vez tenga que ver con cierta resignación. La quietud de la resignación, esa quietud que nos hace silenciosos, de mala manera silenciosos, quiero decir, que nos hace callar, que nos dificulta exponernos con nuestras palabras, que nos lleva a la inmovilidad. Creo que es lo contrario, decía, de la sabiduría, para volverse una especie de tolerante aceptación de todo aquello que uno debería criticar. Para mí la inquietud deriva de no estar conforme con lo que existe, para buscar alguna otra posibilidad. Inquietud, para mí, quiere decir eso.
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La relación memoria/ espacios –pero también la sola reflexión sobre la memoria– es inquietante, nos mueve, nos mueve internamente. Es decir, nos pone en cuestión nuestros propios pensamientos. Nos pone en cuestión, a veces, nuestra propia existencia. Y esa inquietud de reflexionar sobre nosotros mismos, sobre lo que hemos sido y lo que somos, tal vez sea el camino más oportuno, el más valioso para encontrar nuevos senderos, si es que queremos encontrar nuevos senderos. Entonces, inquietante porque moviliza, porque no nos deja tranquilos, porque acumula permanentemente las preguntas. Y toda pregunta hecha seriamente, inquieta, mueve. A veces angustia. Muchas veces angustia. Soy de los que creen que tenemos que arriesgar el paso por la angustia si es que queremos llegar a saber. Deberíamos aceptar, tal vez, la necesidad del tránsito por la angustia para lograr ser uno mismo.
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Cuando leí el título de este taller, “usos públicos de los sitios históricos para la transmisión de la memoria”, pensé en el título de esta exposición, de esta conversación. Porque me inquietó. Me inquietó ya una afirmación que seguramente era adecuada, pero que no resulta demasiado evidente en cuanto uno empieza a interrogarla. ¿Qué son los sitios históricos? ¿Cuándo un sitio se vuelve histórico? ¿Y qué queremos decir con “histórico”? ¿Que es reconocido por la historia? ¿Por qué historia? O, dicho de otra manera, ¿por qué esos sitios sirven de documentos? Se podría responder simplemente: porque ahí ocurrió algo que puede ser reconocido en el estudio de la historia. La pregunta no es nueva y fácilmente multiplicable. Me quedo con ésta que expresé: ¿cuándo un sitio se vuelve histórico, cuando una historia lo reconoce como tal? Y entonces la otra pregunta: ¿qué historia reconoce como tal un lugar, un hecho, un proceso que llamamos histórico? Porque partiendo de lo histórico, vamos a intentar aproximarnos a otras preguntas más vinculadas a la memoria. Allí se instala, como ya se sabe pues es el pan nuestro de cada día para los que estamos trabajando en alguna zona próxima a los temas de la memoria, la constante pregunta y la constante disputa, la imperfecta resolución de la relación entre memoria e historia.
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Koselleck, ese gran pensador alemán que murió hace poco tiempo y que tanto ha trabajado sobre historia y sobre memoria, diría que, en realidad, la historia empieza cuando cesa la memoria. La memoria como aquello que es factible de ser narrado por alguien, donde la idea de testigo, testimonio y memoria están absolutamente articulados. La historia pareciera trabajar con estos datos, pero poniéndolos permanentemente a prueba. Es decir, verificando o tratando de entender realidades más amplias, más generales, que no son sólo la memoria de alguien o la memoria de un grupo, sino aquello reconocible. Es el sitio histórico...Me gustaría que después, cuando yo termine esta intervención, opinaran sobre este hecho: ¿por qué le llamamos sitio histórico? ¿Por qué estas jornadas hablan de sitios históricos?
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La consagración de algo como histórico, impregna o trasunta o es atravesada por cierta idea de lo verificable. Lo histórico pareciera ser lo verificable. Por ejemplo, en la magnífica exposición de imágenes que acabamos de ver hay cosas verificables. ¿Qué cosas son las verificables? Casas, lugares, espacios, una materialidad que allí está. La materialidad está. La historicidad se la ponemos nosotros. Es decir, no hay, como tampoco en la memoria, otra verdad que aquella que nosotros mismos construimos.
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Seguramente cada uno podría reconocer algún lugar histórico para su vida. Histórico en este sentido, de que es verificable, de que allí está. Podemos reconocerlos, aunque sea como el espacio que ocupaba algo que estaba allí. Esto sería el espacio histórico. Sin embargo, la memoria que surge de este espacio, tiene que ver con el acto voluntario de recordar algo, de una reminiscencia. O sea de un trabajo; no de la pura presencia. Quiero decir que quien pase por cualquiera de estos lugares mostrados recién, no sabría decir absolutamente nada si no hubiera en él, en los otros, alguna información que fuera reminiscente. Quiero decir que por sí mismo un espacio no es histórico, es incapaz de traer a la mente reminiscencias. La memoria trabaja así, la memoria trabaja en este esfuerzo incesante por traer algo. Traer a la mente, a la conciencia, algo que se escapa en la visión inmediata. Me detengo acá para después volver sobre este tema y también ver el problema de qué trae la memoria a nuestra conciencia. Es decir, cuál es el producto de esta reminiscencia. Es necesario destacar el hecho de que lo recordado sobrepasa al lugar. ¿Qué significa que lo recordado sobrepasa al lugar? Que lo recordado es mucho más que el lugar. No hay un lugar que por sí recuerde algo. No hay, como ya dijimos, un lugar que por su sola presencia evoque algo o traiga algo a la memoria.
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Sí hay cosas que han quedado en la memoria de la humanidad, por lo menos en una parte de la humanidad, y que para nosotros son motivo de cotidiana inquietud. Es Antígona sepultando a su hermano. Una materialidad, Antígona sepultando a su hermano, que sintetiza buena parte de nuestra propia experiencia trágica y de nuestro esfuerzo por recordar, por cumplir con las conductas que los propios hombres se proponen y aceptan para darle algún sentido a la existencia. Sin embargo, nadie sabe, ni interesa, dónde está el túmulo que, según dice la tragedia, según la creación literaria, hizo Antígona para darle sepultura al cuerpo abandonado de su hermano, expuesto a la intemperie. Hay un lugar ideal que nos interesa: la sepultura, la idea de sepultura; la obligación para gran parte de la conciencia de nuestro mundo de sepultar al muerto. Casi no existe cultura conocida por nosotros donde no se establezca esta obligación de otorgarle al muerto un final reconocido. También puede ser incinerado, también puede requerir que sus cenizas sean esparcidas. Importa reconocer el final, tener un lugar, físico o puramente simbólico, donde rememorarlo. No existe cultura donde esto no se imponga.
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Casi no existe cultura reconocida por nosotros donde esta obligación de darle un final al muerto, que también puede ser incinerado, también puede ser esparcir su ceniza, pero darle puntualmente, reconocer, tener un lugar para rememorarlo. No existe cultura donde esto no se imponga.
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Si algo criminal se hizo en la historia argentina, y son muchos los crímenes que se cometieron a lo largo de la historia, si algo resulta esencialmente criminal, es el haber negado la posibilidad de sepultura a una cantidad de personas de este país durante la última dictadura. Este es un crimen por antonomasia. Es más que la inexistencia de una lugar de sepultura. El amigo, el familiar, el deudo, se reconforta, siente un alivio ante la muerte, al poder objetivarla y compartir con otros, la presencia del cuerpo del muerto. No es, necesariamente, la carencia de un lugar; es la insoportable idea de que la vida no tuvo conclusión, es la imposibilidad del duelo porque no concluyó con una muerte reconocible, porque desapareció. Así como el hermano de Antígona estaba condenado a no tener sepultura nunca más. El hecho desborda al lugar concreto. El lugar en sí se vuelve poco importante. Salvo como ocasional instrumento para desencadenar una memoria.
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Me inquieta que a veces la lucha por el lugar se imponga sobre la lucha por la memoria. Y esta es una experiencia frecuente que vivimos todos aquellos que de alguna manera estamos interesados en estos temas en nuestros países. A veces el lugar se vuelve el objeto privilegiado de conquista; ¿para la memoria de qué? No para la memoria compartida, sino para la memoria y el poder del conquistador. La conquista como finalidad sustantiva: “Conquistemos lugares porque eso nos sitúa triunfalmente sobre otros. Conquistemos lugares de determinada manera, porque eso expresa el triunfo de nuestro criterio sobre ese lugar. No exagero. A veces la lucha por el lugar supera a lo único que tiene importancia, que es la lucha por un tipo de memoria. Y subrayo: “un tipo de memoria”, porque la memoria nunca es única. Entonces, si la memoria supera al lugar, nos pone un fuerte aviso, un fuerte condicionamiento. ¿Qué significación le estamos dando al lugar para que no desvirtúe el verdadero objetivo de la memoria?
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Nada de lo que estoy diciendo, que seguramente es cuestionable, criticable y negable en uno o en otro aspecto, nada de lo que digo pretende significar un desprecio por los espacios, un descrédito de los lugares. Significa sí un alerta: que los lugares no nos coman la memoria.
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Hay un lugar simbólico al extremo, y también material, que lo quiero poner como ejemplo porque, además, es uno de los nombres al que siempre se vuelve. Cuando se dice Auschwitz se está mencionando un lugar, un espacio. Un espacio donde existió un campo de concentración y de exterminio que se volvió el paradigma de todos los campos. Pero cuando se dice Auschwitz, primordialmente se está expresando un pensamiento, una imagen de algo que ocurre y no del lugar.. Es posible que con los años ocurra con el nombre Auschwitz lo que acontece, por ejemplo, con el Quijote. El Quijote es un ser, una persona, aunque sea producto de una creación literaria, de un magnífico acto de imaginación. Este acto de imaginación (no es del Quijote de lo que quiero hablar aunque habría mucho para decir sobre El Quijote y la memoria) es una materialidad entre otras cosas porque la figura, la imagen que alguna vez alguien inventó como del Quijote, lo consagra de una manera y vemos monumentos que evocan a un personaje cuya existencia se vuelve indiscutible justamente porque es la figuración de una idea llamada “Quijote”. Decía que Auschwitz, como El Quijote, se vuelve un concepto, un tema de reflexión; se vuelve un acontecimiento que marca el destino de nuestro mundo.
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¿Y el espacio Auschwitz? Claro que existe un espacio, que puede ser lo menos permanente. Tanto, que no habría que descartar que, con los años, ese espacio quede incluido en, por ejemplo, un shopping —aunque linde con lo bárbaro.¿Por qué no? Ya hubo una larga discusión cuando las ruinas, o lo que quedaba de Auschwitz, se lo construyó como lugar de memoria. Uno de los proyectos proponía hacer una especie de amplio espacio turístico que podría servir para mantener el propio museo. En los tiempos que corren no es imposible que un museo como Auschwitz, esa extensión de tierra que expresa uno de los símbolos más intensos de la humanidad, pudiera ser parte del shopping. ¿Por qué no? Casi todo se ha vuelto parte de algún shopping en nuestra civilización contemporánea. En este extremo casi paródico, si esta catástrofe civilizatoria ocurriera (aunque para los que piensan en el progreso, en el desarrollo y en puros valores económicos nada tendría de catástrofe sino, más bien, admirarían la generosa presencia de los shopping capaces de contener los restos de un campo de concentración y así estimular la memoria) estaríamos ante la exaltación metafísica del espacio como pura inmanencia, sin lugar para la incesante labor creadora de la memoria.
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Para los que apuestan a la voluntad de transmitir la memoria, por lo contrario, no importará dónde esté Auschwitz mientras perduren las ideas que desencadena el recuerdo de Auschwitz. La memoria como estímulo consistente para nuestra existencia actual. No la mera recordación del ayer, sino lo que hoy significa aquél ayer. Lo que hoy nos obliga, nos exige, nos impulsa a recordar. Ese ayer presente de una manera y no de otra.
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Todo esto es inquietante. Inquietante porque los espacios pasan a ser derivados de la memoria y no ocasión de la memoria. Aún cuando posteriormente, el espacio -si hay alguien que todavía tenga voluntad de transmitir- sea ocasión de la memoria.. Cuando se habla de recuperar espacios y, en ese sentido, historizarlos, darles un lugar en la historia, en realidad lo que estamos poniendo en función es una memoria previa. Si no hay esa memoria previa por la cual señalamos un espacio como digno o necesario para que se funde una memoria, si no hay esa memoria previa, el espacio se borra. Es decir, en la sucesión de hechos, auténticamente no es el espacio que produce memoria, sino la memoria que produce el espacio. Después, en el mejor de los casos, el espacio estimulará la memoria. Son infinitos los casos en que los espacios perduran mientras la memoria se diluye al espacio. Somos nosotros, los seres humanos, quienes le hacemos decir algo a los espacios y por eso los instalamos como ocasión para la memoria. Repito: los espacios por sí no dicen nada.
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Cada uno de nosotros tiene la experiencia de pasar por alguna esquina, de mirar alguna vidriera, de reconocer algún color donde se instala su propia memoria. Cada uno recuerda la casa de la infancia, la casa de la novia, la casa del amigo, la casa del que murió antes. Es como un secreto. Un secreto hondo, profundo que, tal vez, moviliza nuestra propia existencia. Pero la casa en sí no dice nada, salvo que una placa, por alguna razón, sea instalada con la memoria de aquél que le quiere dar una significación. Y entonces uno podría poner: “Aquí vivió mi primer amor”. Si el que coloca la placa luego escribe una gran novela, donde hable de ese primer amor, la placa va a ser significativa para el conjunto de la gente. Mientras tanto para nosotros la placa significará la emoción de un acto romántico. O significará una singular manera de perder el tiempo para aquellos que creen que ganar el tiempo es hacer siempre algo productivo y no dedicarlo, entre otras cosas, a recordar el primer amor. El primer, el segundo o todos los amores que, en un sentido más genérico y no sólo personal, se han tenido en la vida. Porque me parece que el amor, es decir, el sentimiento de vivir con el otro, el amor como forma de unificación de los seres que reconocen en el otro alguien sin el cual el sí mismo no puede existir, permite que el mundo subsista.
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Decía que nosotros le damos sentido, nosotros hacemos hablar al lugar. ¿Pero qué le hacemos hablar? ¿Todos le hacemos hablar lo mismo a los lugares? Aquí, como ya se sabe, se produce una de las tantas batallas en las cuales estamos permanentemente inmersos. No hay un espontáneo reconocimiento de un lugar por el conjunto. Cada grupo, cada individuo, le quiere hacer decir algo. Y creo que aquí está el centro seguramente de muchas de las cosas que vamos a escuchar cuando ustedes participen de los encuentros dedicados a estos temas. Nada más inquietante, en este sentido, que la ilusión de que los lugares o la memoria aparecen, se muestran inmediatamente. Como si existiera una memoria que desoculta verdades previamente existentes. Y así como decimos que nosotros hacemos hablar a los lugares, también le hacemos hablar de acuerdo a la manera que consideramos nosotros más adecuada. Porque la pura existencia del lugar, el puro reconocimiento de lo que aconteció en ese lugar, no impone un recordar común para todos. Así es la memoria.
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La memoria es el recuerdo de un grupo (y cuando digo grupo puede ser numerosísimo o pequeño), difícilmente toda una población; es la manera en que cada grupo se reconoce a sí mismo en relación al pasado. Tal vez por eso, porque la memoria siempre es la forma en que un grupo se reconoce en relación al pasado, se vuelve relevante conocer qué aspecto del pasado se mantiene y transmite para que la existencia en el presente tenga sentido.
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Cada grupo tiene su memoria; por lo tanto no hay una memoria, no hay lugares con univocidad de memorias. Y este criterio que, insisto, seguramente va a mostrarse en algún momento de los diálogos que se desarrollarán en los distintos grupos de trabajo, me parece fundamental tenerlo en cuenta. La voluntad de consenso sobre qué expresar con un sitio histórico, con un lugar de memoria, la búsqueda de consenso creo que, en primer lugar, está condenada al fracaso.¿Por qué? Porque no tenemos una única memoria sobre ninguno de lo hechos. Y aún cuando se coincida en la condena o el aplauso a determinados hechos, no los abordamos necesariamente desde iguales perspectivas. No pensamos de la misma manera. No nos guían los mismos valores para recordar algo aunque todos coincidamos en la necesidad y en la voluntad de recordar. Por eso digo que los consensos me parecen difíciles, humanamente imposibles.
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¿Por qué no auspiciar, en lugar del consenso, el diálogo de las memorias? Y en los casos necesarios, ¿porqué no las pugnas por las memorias?. Me cuesta decir la pugna, aunque creo que siempre se manifiesta como enfrentamiento, porque cuando triunfa alguno de los supuestos en pugna, se ejerce presión sobre el conjunto y procura imponer su verdad. Impone su consenso. Y el consenso, en la más idílica versión, tan de moda en nuestra época, aspira a que todos nos pongamos de acuerdo. No, difícilmente ocurre de esa manera. Tampoco sería deseable como forma de convivencia (y de vivencia individual) esa especie de acuerdo generalizado. Saber que existe una sinfonía de memorias, que un lugar es una sinfonía de memorias, tal vez sea el camino para que cada uno escuche el tipo de melodía que sus oídos admitan, para seguir con la imagen de la sinfonía, sin descuido de la común masa sonora. Nada mejor para que se alumbren distintas formas de comprensión de determinados fenómenos, con el fin de avanzar hacia la mayor lucidez posible.
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Los consensos suelen ser riesgosos, salvo cuando se trata acuerdos básicos, como el de escuchamos para, por ejemplo, hacer posible el diálogo; el de condenar el crimen; el de eliminar el derecho de un ocasional triunfador a eliminar al vencido. Estas son las claves para que la humanidad siga. No de otra forma se ha logrado la persistencia de la humanidad a pesar de presencia incontable de la muerte violenta. Un consenso que nos permita disentir. Un consenso para poner en riesgo permanente cualquier consenso. Cuando hay un consenso impuesto, no se puede disentir, porque quien lo impone en realidad no tolera lo otro; por eso lo impone. Y esto es peligrosísimo. Todo totalitarismo lleva esta marca, la de ser un grupo (por numeroso que sea) que se adjudica el ser portador de una verdad universal y que, por lo tanto, por ser portador de una verdad universal, tiene derecho a eliminar todo aquello que se oponga a esta verdad.
Las historias de los totalitarismos que el siglo XX mostró brutal y generosamente, tienen este rasgo en común: la verdad asumida por un grupo que se impone al conjunto, porque el conjunto parece condenado a la falsedad.
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Larga historia que tiene un momento de referencia duro en la Inquisición. Al fin y al cabo la Inquisición aparece como un acto generoso que se proponía salvar las almas. No importa la destrucción que produjera porque el objetivo supremo era superior a toda destrucción, a todo crimen: la voluntad sin miramientos de que las almas no fueran condenadas, la eliminación de todo aquello que distrajera en el correcto camino hacia la salvación del alma. De la inquisición en adelante, toda la modernidad ha estado llena de ejemplos de este tipo. Imponer las verdades, imponer las memorias como formas universales, válidas para el universo entero. Los grandes momentos de totalitarismo del siglo XX han trabajado minuciosamente el tema de la memoria. El nazismo y el comunismo soviético. Quien lea 1984, la conocida novela de Orwell, podrá percibir que, si algún objetivo tenía el sistema, era el de construir una memoria. Imponer una memoria. Una memoria indiscutible, válida para todos, generosamente válida para todos.
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Espacios históricos, entonces, como lugares de memoria a los cuales nosotros adjudicamos sentido y que difícilmente sean producto de consensos. No sólo resulta difícil imaginar que ese sentido sea producto de un consenso, sino que, por lo que vengo enunciando, tampoco un tal consenso sea el lugar deseable de llegada. Tal vez el lugar deseable de llegada es la del acicateo permanente a la memoria. El estímulo incesante a la revisión del pasado, de acuerdo a las pautas con que cada uno lo revise para encontrarle un sentido a nuestro presente. Si esto fuera más o menos admisible, si aceptáramos que la memoria es la manera en que en el presente se vive el pasado y que esa manera de vivir el pasado depende de la manera en que pensamos la existencia, es decir, del tipo del valores con que nos dirigimos al pasado para interrogarlo, podemos tal vez concluir o derivar dos cosas. Por un lado, que la memoria está construida de ideas. Según las ideas, los valores y las ideas que recorren esos valores con que pensemos el pasado, vamos a seleccionar, elegir algo para recordarlo en nuestro presente.
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No hay una memoria rigurosamente espontánea; hay ideas, hay una mediación de ideas para recoger uno u otro hecho de aquel pasado a fin de instalar el presente. Pero si es así, si la memoria depende de los valores con que nosotros hoy pensamos (nos pensamos a nosotros mismos y al mundo para recoger aquél pasado), si son valores -y cuando digo valores estoy refiriéndome a aquellos ejes sobre los cuales construimos nuestra concepción del mundo, sobre los cuales construimos nuestra percepción de la existencia humana- digo, si son valores, la memoria se vincula inmediatamente con la ética. La memoria, entonces, como campo de la ética. La memoria como producto de aquellas formas en que nosotros estamos imaginando el mundo.
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Por eso decía que las memorias dependen de las ideas. Las memorias dependen de aquello que uno está deseando que sea el mundo actual, que sea nuestra propia vida. Y esto -memoria no como un simple documento que aparece en algún fichero, sino memoria como posibilidades o exigencia de un existir hoy- nos vuelve, por la misma razón que está en el campo de la ética, nos vuelve responsables a cada uno y colectivamente de esa memoria. Es decir, somos responsables de lo que recordamos. Somos responsables de lo que queremos que hoy aparezca como recuperación del pasado, porque de esa responsabilidad surge nuestro existir contemporáneo. Los museos suelen tener el grave inconveniente de mostrarnos todo, sin decirnos prácticamente nada. Es decir, el museo como aquello congelado por lo cual nosotros podemos conocer sin comprometernos. Y aquí están en juego dos percepciones opuestas: la memoria como compromiso con nuestra vida hoy y la memoria como simple evocación de hechos. Quiero señalar que también me inquieta la relación que se establece entre el sitio histórico convertido en lugar de memoria y el museo. No porque los museos no sean útiles y necesarios.
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Pero la memoria se juega en otro terreno. La memoria se juega en lo que hacemos hoy. No en lo que recordamos. La memoria se juega en la existencia concreta de las sociedades, de los grupos y de las personas. No necesariamente como instrumento para algo, sino como condición del vivir presente. Y cuando digo instrumento, me estoy refiriendo a cosas sensibles, difíciles de aludirlas. Cierta tradición en el trabajo sobre la memoria en nuestro país proclama la necesidad de memoria como instrumento para lograr algo; por ejemplo, justicia. Así enunciado, se abre un abanico de interrogantes sobre el significado de justicia, que también es una construcción humana: ¿cuál es la justicia? ¿cómo la justicia borra algo que ha ocurrido? ¿hay justicia para todos? Preguntas incesantes, que se instalan en el riesgo de que la memoria se borre cuando ha logrado su objeto de alcanzar una determinada justicia.
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Otra de las consignas frecuentemente escuchadas cuando se alude a la necesidad de la memoria, proclama la urgencia de recordar para que los hechos condenables no se repitan. El recordar, sin embargo, tiene sentido para vivir, insisto, y no simplemente para que no se repitan determinados hechos. Por otra parte, nada demuestra que la memoria de algo impida su repetición. Entre otras razones, porque las cosas en la historia, en los fenómenos sociales, casi nunca se repiten de la misma manera. Pero se repiten. Siempre se repiten con otras máscaras, con otras formas. Tal vez esa sea la astucia de la tendencia a la repetición, no mostrarse igual y así lograr objetivos similares con otras formas.
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Por lo tanto, la memoria de un hecho que serviría como una vacuna específica contra ese hecho (si se me permite la metáfora biológica), es posible que tenga eficacia. Pero son infinitos los gérmenes que nos acechan para producir exactamente lo mismo. En vez de la memoria “para”, la memoria como valor en sí misma. En todo caso, para que nos impulse a una manera de existir y no simplemente a una forma de vigilancia para que los hechos no se repitan. Sólo si en el existir, en la manera de existir, se producen cambios, sólo así, los hechos que condenamos no van a ser repetibles. La memoria, en este caso, es, ni más ni menos, un elemento insustituible de reflexión.
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No quiero insistir mucho más. Sólo volver a la idea de espacio. Espacio que se hace lugar. Un espacio genérico lo volvemos lugar de memoria. ¿De memoria de qué? Hemos visto magníficos documentos que nos hablan acerca de ese interrogante: ¿qué memoria admiten los lugares?
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Si retorno a nuestra realidad argentina, sobre la que seguramente vamos a hablar con más intensidad en estas jornada, ¿Qué le queremos hacer decir a los espacios? ¿Queremos hacerle decir que en ese espacio hubo criminales, y entonces condenar infinitamente a esos criminales? ¿Queremos decir que en ese espacio hubo víctimas y también homenajear, responder a esas víctimas, evocarlas infinitamente por el hecho de haber sido víctimas? ¿O queremos sustantivamente recordar que ahí hubo crimen? Esta es la evocación más inquietante, la existencia de actos criminales. La conciencia del acto criminal está por encima del criminal. El acto criminal, la definición del acto criminal -si lo que nos preocupa es que haya crimen- nos coloca ante opciones dramáticas. Hay víctimas y hay victimarios, sin duda.
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Pero la memoria apunta a socavar la posibilidad del crimen, a negar el crimen. No a suplantarlo. Y este es uno de los riesgos también, una de la inquietantes situaciones a la que nos enfrenta la memoria. ¿La condena al crimen deriva de quién fue el criminal y de quién fue la víctima o es el crimen lo que se condena? ¿Si le cambiamos el signo deja de ser crimen? Si matar a alguien por una decisión absolutamente soberana, en nombre no importa de qué, lo consideramos un crimen; si le llamamos crimen al derecho que alguien se asigna de eliminar la vida del otro, todo ejercicio de esta conducta, por la cual se proclama el derecho de determinar que el otro merezca o no vivir, es un crimen.
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Dicho esto, los problemas que se nos presentan se agigantan. Personalmente desearía que el énfasis del lugar de memoria sea la recordación, la condena y la elaboración de la idea de lo criminal. Y que sean sometidos a justicia todos los implicados en el crimen. Ninguna idea de amnistía. Para nada. Pero sabiendo que la memoria se agota, que se nos vuelve inútil si solamente evoca una situación concreta y no el hecho que hizo posible esa situación concreta. El crimen se seguirá repitiendo si la propia idea de crimen no clama por ser abolida.
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No crean que soy optimista. No crean que yo pienso que si insistimos en esto, el crimen va a desaparecer. A lo mejor, para no dejar ningún hilo suelto, a lo mejor el crimen, como cuentan muchas de las mitologías que narran la existencia en el mundo, es constitutiva de lo humano. Si es constitutiva de lo humano, aún así, estamos obligados a pensarlo para saber quiénes somos. Aún así, aún en este lugar casi nihilista, considero que es el centro de cualquier posibilidad. Creo que hay resquicios. Quiero abrigar la esperanza de que el crimen no es constitutivo de lo humano y por lo tanto imposible de erradicar. Porque también existe algo que evoqué al comienzo, también existe el amor. Y el amor es lo que empuja a dar la vida, a ayudar a la vida.
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Estamos tan llenos de ejemplos de crímenes, como ejemplos de amor. Si el crimen fuera constitutivo, ¿por qué los hechos de amor?, ¿por qué la vida? Si el crimen fuera lo que marca irreductiblemente, la especie humana no existiría. Tan simplemente como esto, no existiría. Sin embargo existe. No sé si existe bien, y lo más probable es que existe muy mal. Seguramente serían deseables otras maneras. Pero existe. Por eso estamos acá. Porque existe. Estamos unidos por el amor que empuja a que siga la vida. Estamos aquí, creo yo, deseo yo, porque todavía pensamos que hay conflictos que pueden resolverse a lo largo de la historia. Que podemos ser mejores si aprendemos a ser mejores, si queremos ser mejores. Y que el mundo puede ser mejor si hay una voluntad colectiva, pero sustancialmente una voluntad individual que haga al colectivo, para que seamos mejores. Si la memoria puede servir para esto, creo que nuestro esfuerzo tiene sentido.
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Si los espacios, los lugares, pueden ayudar a que el interrogante por el sentido de la vida no cese, bienvenidos los lugares. Pero me parece que todo debería ser puesto en cuestión para que sea posible obrar con la generosidad con que quisiéramos seguir adelante. Gracias.
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Debate
Público: mi nombre es Leopoldo Giupponi, soy miembro del Serpaj, uno de los organismos que integra Memoria Abierta. Quería preguntar, si bien parece como algo lejano, imposible y demás, está dentro de lo posible que los espacios de memoria, en el contexto en el que se ubican, en algún punto, como están insertos dentro del régimen occidental, capitalista, etc, en alguna forma están tocados por el comercio... etc, que cuando usted decía... lo de que Auschwitz podía ser un shopping. Cualquiera de los sitios de memoria puede ser un shopping, si quedan inscriptos en esa lógica. No sé... ¿cómo se le ocurre que se podría conjurar eso? ¿Cómo se puede hacer para evitarlo? ¿Cuáles serían las precauciones mínimas a tomar para evitar esto?
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P: Buenas noches, soy Germán Vargas de Perú. Quiero agradecerle a Héctor porque esta noche nos dejó bastante inquietos. El tema de los lugares, de los sitios de memoria y sentido, que haya mostrado ahora en lo que creo una vivencia de muchos, de muchas de las personas afectadas en los conflictos armados que hemos tenido en nuestros países. Y yo creo que un punto de partida tiene que ver con el hecho de que para muchas personas, el sitio, el lugar de memoria comienza por construirse en un argumento también... un argumento o un instrumento para mucha gente o Estados que niegan la existencia de lo que pasó, que niegan lo que pasó. Entonces es una manera, creo, tangible. Por eso es importante esa dimensión, que puede no ser suficiente, pero comienza a ser importante y ciertamente ese sitio es una versión, un testimonio de Estado. Es eso. No se aspira necesariamente a que eso sea asumido como, digamos, un consenso, o una apreciación de todos, de todas. Pero sí yo creo que es un instrumento que permite comenzar a discutir sobre memoria. Y en ese sentido hay que hacer algo, pero ya lo que se está haciendo es importante. Ahora, el sitio de memoria no necesariamente tiene, o debería tener valor, digamos, de prueba. No es eso, creo que hay que relevarlo y entonces no pretender que sea un argumento que nos permita ganar un proceso. O llevar a un espectador a que sea interpretado. No necesariamente eso. Pero hay muchas cosas de las que se han dicho que sinceramente esperamos puedan discutirse, pero son sumamente sugestivas y te agradezco porque creo que nos deja ya bastantes ideas para seguir pensando. Decía que tenemos todos que construir una memoria que sirva para decir lo que se ha dicho finalmente, que nos comprometa desde ahora en cambiar estilos de vida, hacer aquello que uno se digne a hacer ...
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HS: En cuanto a la primera pregunta, ojalá tuviera alguna receta. En relación a lo que dice el compañero, estoy de acuerdo. Creo que los lugares de la memoria, tanto como los que señalabas recién... Yo creo que injustamente empiezan a adquirir importancia, luego que ha pasado, si es que pasa la etapa de voluntad recordatoria. ¿Qué quiero decir? Hay lugares en distintas partes del mundo que no requieren ser mostrados como lugares de memoria. Son lugares de memoria. ¿Por qué? Porque un hábito, una costumbre, creencias, vocaciones, voluntades han ido consagrando ese lugar, que va acumulando cada vez más en la memoria porque son lugares de encuentro.
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Voy a dar un ejemplo para que se entienda mejor lo que quiero decir. Como ejemplo que recorre Occidente, digo, en el comienzo mismo está el muro de Jerusalén. El muro, tan importante como lugar de memoria, que es uno de los centros... digo el muro por todo lo que Jerusalén significa, pero el muro... el Muro de los Lamentos, digo que están en toda la tradición judeo-cristiana, de toda la cultura de Occidente, tanto que se vuelve un lugar de disputa, no para otorgarle una memoria, sino porque ya tiene una memoria. Pero es un lugar de encuentro donde no hay que ir ahí para recordar, sino hay ya en esto una vocación religiosa, es el lugar de peregrinación de diversas religiones, que encuentran ahí el sitio preciso de su origen.
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Quiero decir, pienso en el muro de Jerusalén porque tiene una tradición y una fuerza indudable, pero también pienso en los innumerables lugares que en la Argentina están dedicados a la Difunta Correa. Para el que no sabe, cada tanto uno va caminando por cualquier lugar, por cualquier parte del país, encuentra un montón de botellas, botellas vacías. Bueno, debo decir que yo mismo tuve que una vez preguntar: “¿y por qué estas botellas?” Bueno, evocan también una historia que es la de la Difunta Correa, una mujer que siguió amantando, después de muerta, a sus hijos. Nadie hizo el lugar. Es un lugar de memoria, profunda, infinita, decisiva que se fue construyendo. ¿Por qué? Porque la gente, los creyentes, no son pocos, son muchísimos, han ido construyendo esos lugares. Esos lugares persisten. Quiero decir que hay lugares que no evocan, salvo estos, para el curioso que pregunta, sino que están inscriptos en una práctica, además de que se va repitiendo de generación en generación. No sé hasta cuándo o qué magnitud tomará todo este asunto de la Difunta Correa, que es un hecho más bien reciente y muy local.
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Jerusalén tiene dos, dos mil años por lo menos que son de una infinita mitología, pero ahí están. Es una especie de..., no de recordatorio, sino de vivir en la memoria. Y ese es el punto que quería señalar. Vivir en la memoria, que es distinto a provocar la memoria. Insisto porque, claro, cuando uno habla de lugares de memoria, y soy injusto en no haberlo dicho antes, hay un clásico, que es Pierre Norah, que tiene cinco tomos y que consagró un nombre, un lugar de la memoria... lugares de memoria. Pierre Norah tal vez sea el que más ha trabajado estos temas. Además es un punto de referencia erudito inexcusable para cualquiera que quiera abocarse a este asunto. Él dice en un texto, los lugares para la memoria empiezan a existir cuando desaparecen los lugares de la memoria. Las civilizaciones, las culturas que se han hecho en una infinita transmisión de tradiciones que tienen un vivir en la memoria, podrían tener lugares celebratorios, que es otra cuestión, pero no lugares de la memoria, sino lugares para la memoria. Este es un hecho importante porque muestra cierta fragilidad, sobre todo en la época moderna, en cuanto al vivir en la memoria. Si lo hubiéramos hecho, reitero lo que ya dije antes, habríamos generado también otra manera de pensar, de vivir en la memoria. No simplemente para que se recuerde, no simplemente para que el que vea eso recuerde lo que ocurrió, sino para que esa sea una manera de existencia.
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Me parece por lo que yo conozco, que el enorme trabajo que han hecho en Perú... no sé si esa es la voluntad, pero me parece que por las características tan particulares y tan fuertes de la cultura, de la tradición cultural peruana, hay una pugna histórica entre el vivir en la memoria y el señalamiento de lugares especiales para la memoria. Conviven estos hechos y por eso me parece que la situación peruana, como la de otros países de América Latina -que no es el caso nuestro- adquieren características especiales en cuanto se abocan al estudio de la memoria. Creo que si uno insiste en ser crítico, en no aceptar las cosas dadas, tal vez se pueda conseguir algo. Me parece que el movimiento hacia el shopping, como una metáfora del mundo globalizado hecho un supermercado, tiene tal fuerza que no lo vamos a poder detener muy fácil. Pero hay que seguir peleando aún dentro del propio shopping tal vez.
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P: Mi nombre es Susana Muñoz, soy de Mendoza. Pienso que hay dos sectores: el sector que ha sido victimizado desde el Estado y el resto de la sociedad que pierde la memoria, por temor, por conveniencia o por este mecanismo raro que tiene la emocionalidad acá de “yo no vi nada, no me importa”. Siento como que esta charla está dirigida al sector de los victimizados que necesitan el espacio donde velar a sus muertos, donde recordar. Yo creo que... no lo veo de otra manera, es decir, me lo planteé desde el momento en que soy sobreviviente, me dije: ¿para qué sirvo? ¿Para qué soy buena? Entonces, el sobreviviente qué hace. Es el que mantiene viva la memoria. “Yo sé qué pasó”, como dicen los mexicanos (...) para eso está, pero el testigo se muere. Entonces se necesita que esos espacios lo sobrevivan. Pero no para las víctimas, porque la víctima hace su duelo y su recordatorio permanente, con su familia. Es para los otros, para los que no se hacen cargo, para los que olvidaron, para los que no se enteraron, para los que muchas veces dicen: “yo no me enteré”. Yo creo que la memoria del sector victimizado tiene que trabajar en los sitios para aquellos. Es como cuando uno tiene una foto... el sitio también es testigo. Yo tuve una familia numerosa y tuve muchos amigos. Muestro la foto, o sea, no se puede tergiversar la historia, porque está el sitio de prueba de lo que el testigo que ya no está, lo está mostrando.
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HS: Es cierto, es cierto lo que vos decís. También acoto este hecho. Es muy notable, efectivamente, en nuestro caso, la Argentina, los sobrevivientes de los campos de detención ilegal, o como quiera llamárselo, son los únicos que pueden dar testimonio. Así es, sólo el sobreviviente de algo... (o sea, para no hablar del sobreviviente que cierra mucho el concepto. Sólo aquel que vivió algo y sigue vivo, para poder hablar de ese algo, puede hablar... bueno, es bastante obvio, porque los muertos están muertos y no sólo es natural que no pueden hablar, sino que nadie tiene derecho a hablar en nombre de ellos, factor no siempre tenido en cuenta). Pero volviendo al caso concreto del sobreviviente, tema amplísimo, sustancial, quiero señalar esto: son muchos los sobrevivientes que en nuestro caso, la Argentina, han dado testimonio, han escrito reflexiones, han evaluado su propia existencia, no sólo en el campo de reclusión, sino también su existencia pasada, su existencia futura. Y no es una única mirada. Es decir, tal vez qué bueno que sea así,¿no?, porque esto permite ir dilucidando cosas. Debo decir que me entusiasman más los testimonios, las reflexiones concretas, contradictorias, que aquellas heroicas, relatos más o menos lineales, donde todo cierra, todo es claro, blanco o negro y yo siempre estuve del lado de los blancos. No sé por qué siempre del lado de los blancos, porque por un prejuicio se supone que lo negro es lo inválido y todo lo blanco es lo que estalla en luces. Hay distintas maneras de testimoniar los mismos hechos, las mismas experiencias, por otro lado se reflexiona de distinta manera.
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Bueno, esto es importante y me parece que esos propios testimonios se independizan del lugar físico para volverse en sí mismos lugares de memoria, que cada uno hace hablar de una u otra forma. Simplemente quería señalar esto, me parece que es muy importante esto. Me parece que está bien resguardarlo. Me parece tan importante resguardarlo que, cuando acá hubo un gran debate sobre qué hacer con la ESMA, que todo el mundo inventaba cosas, me acuerdo que en algún lugar expresé que yo lo dejaría tal cual como está. Lo único que le agregaría es un cartel que diga “¿Cómo fue posible?”. No es banal lo que digo, se entiende lo que estoy diciendo por todo lo que dije antes. Bueno, este interrogante, pero dejarlo, ahí está. Intentar hacerle significar algo preciso y ordenado es quitarle ese peso de la permanente pregunta sobre la memoria, sobre lo que aconteció.
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La fotografía también es inquietante. Es una suerte que tengamos esas fotografías, pero la fotografía tiene un riesgo enorme. Cada uno tiene su fotografía y la guarda, son puntos de vista de algo, que no importa si evoca, si otro reconoce al ser querido en esa fotografía... Yo sé que es esa y de ahí le adjudico determinados valores, pero ¡qué falsa que es la fotografía! Ya no hablemos del presente. Estoy hablando del pasado, cuando la fotografía generaba la ilusión de ser la inmediata reproducción de algo. Bueno, desde que existe la fotografía ha servido para las falsedades más enormes. No sólo por la distinta interpretación sobre una misma foto.
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En la época del dominio stalinista, en la Unión Soviética es formidable cómo se manejaba la fotografía. Hay fotos donde una persona aparece al lado de otro. Y hay otra donde está borrado, porque cambió la opinión sobre éste, entonces, se lo desaparece. En la fotografía era muy fácil. Digo era, porque ahora realmente confiar en una fotografía, como la expresión de lo existente, es ignorar que toda fotografía puede ser, por cualquiera, ya no por un especialista, modificada, hecha, inventada.
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Mi abuelo se acordaba de su abuelo y de sus padres. Seguramente a los padres de mi abuelo nunca les sacaron una foto, se acordaban de lo que habían vivido. Vivían en la memoria de ellos, sin ver nunca una foto. La foto corre el riesgo, y lo digo para no enamorarnos de ciertos documentos que parecen intangibles. Por eso yo vuelvo a insistir en el privilegio de la memoria, del trabajo, de la conciencia. Todo lo demás es modificable. Digo, es modificable, como eso, como el shopping donde pueden entrar otros elementos. Hay shoppings que pueden incluir lugares de memoria, pero hay lugares de memoria que se vuelven shoppings. Como los grandes museos.
P: Soy Angel Lepíscopo: quisiera entender mejor una impactante frase suya cuando dice que donde termina la memoria nace la historia. Si fuera así debo entender que seríamos víctimas de lo nefasto de las mentiras de la historia. Esa es la pregunta.
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P: Mi nombre es Natalia, yo hace poquito que estoy en el Serpaj, así que soy bastante nueva en esto. A mi me surgió la duda con respecto a lo que decía que, desde su forma de ver, sería importante enfocar el sitio histórico para la memoria, enfocarlo en cuanto a recordar al hecho criminal. Pero no a los criminales ni a las víctimas, digamos. Cuando acá una compañera hablaba de qué pasaba con los sobrevivientes y utilizar ese espacio para, digamos, ellos poder transmitir lo que vivieron. A mí me hizo ruido el tema del hecho criminal, digamos, como algo abstracto. Quizás como descontextualizado de una pugna política o... quizás me parece también importante la variable identidad de las víctimas, como una forma también de construcción de memoria para el futuro, en cuanto a lo que las víctimas, quizás, reivindicaban o qué identidad tenían en lo político o como actores sociales. Creo que también ahí esto tiene relevancia en función a cómo la sociedad acepta al aparecido. Digamos, en una sociedad de desaparecidos, cómo uno puede aceptar al aparecido con toda esa historia de que está ausente todo el tiempo.
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P: Soy Alejandra de Tucumán, quería sumar un aporte. En Tucumán la primera política de memoria es la de Bussi, de uso público de la memoria y de los espacios de memoria. Bussi en el interior va a armar poblaciones a las que le va a poner el nombre de militares del Operativo Independencia. Nosotros contamos el terrorismo de Estado a partir de ese año y Bussi, por si fuera poco, va mostrando espacios en la ciudad, polideportivos, centros culturales. Y lo que decía Susana es: “yo muchas veces veo que en lugaras donde hubo centros clandestinos de detención siguen funcionando la Universidad, escuelas, la Secretaría de Educación misma. Entonces, para los sobrevivientes, los amigos son como cicatrices en el espacio público. Hay un espacio público oficial que es de todos, que para nosotros está (...). Y cada uno e nosotros sabemos que en la Jefatura de Policía de Tucumán, que es donde pasaron la gran mayoría de los detenidos desaparecidos de la provincia... Bueno, uno va a la Secretaría de Educación para hacer cualquier trámite, y no es entrar a la Secretaría de Educación, sino entrar al centro clandestino de detención de Tucumán. Una cosa que para nosotros es importante de los sitios de memoria es que esas cicatrices que para nosotros están ahí a la vista, siempre públicas, poder expandirlas a todas esas personas que creen que simplemente están entrando a la Secretaría de Educación, o a la Escuela de Educación Física que hay en la Facultad, que fue un centro clandestino de detención en nuestra provincia. Y vemos a ese personaje ahí, como si nada. Es decir, el problema de los sitios es que también hay una política de memoria de parte de los genocidas y el problema de los sitios es que para los sobrevivientes, para los familiares, para los compañeros es un lugar que significa cosas que muchas veces son negadas o son ocultadas para la gran mayoría de la sociedad con la que convivimos. Esta es la importancia de recuperar la materialidad. Cuando aparecieron las fosas comunes en San Vicente, el debate más interesante que se dio en Tucumán fue decir: “bueno: desaparecidos, ahora es esto”. Es decir, hubo un momento que era una opción de creer o reventar. Creo que hay desaparecidos o no creo que hay desaparecidos. Pero ante la materialidad del cuerpo o ante la materialidad del espacio podemos discutir interpretaciones, pero no podemos decir “ya no creo en los desaparecidos”, como si fuera una cuestión de fe, sino como una opción concreta y real. Creo que también los sitios materializan realidades que se quieren no creer muchas veces. Gracias.
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HS: Bueno, en relación a la frase, era una cita, yo creo que más que una cita... La idea es discutir, para elaborar algunas reflexiones: donde termina la memoria empieza la historia. Esto es un pensamiento muy de los historiadores... un tema en discusión. Yo simplemente lo señalaba como un tipo de mirada que señala que la historia, al trabajar con hechos permanentes, no sólo con testimonios, que más o menos hay características de la memoria y tiene más permanencia, es más demostrable. Sobre esto, los buenos o muchos buenos historiadores, actualmente, no hacen esta separación. Y la memoria es parte también de la construcción de la historia. Pero que si la memoria no es transmitida, no es asumida como una manera de existencia, si no es eso, caduca. Si la memoria es puro testimonio y no se incorpora como valores a la existencia va caducando. Bueno, porque se han perdido en la historia del mundo infinidad de memorias. Hoy mismo, quiero decir dos cosas juntas. Lo que vos acabás de comentar y lo que comentaba la compañera recién. Cuando hablo del crimen, no estoy hablando de nada abstracto, no le estoy dando un valor relativo. Y yo no digo que tenga razón. Seguramente, es absolutamente discutible esto.
Yo creo que el crimen no es un valor relativo. Una cosa es criminal, por una concepción que tenemos de lo humano. Es una creencia mía, y compartida con muchos, pero seguramente hay otros que opinan de otra manera. Creo que nadie tiene el derecho a decidir si el otro debe o no continuar su vida. No estoy hablando de un conflicto. Si hay una pelea, si hay una guerra, la situación es criminal al margen del soldado que mata. Pero, ojo, también están los que no van a la guerra y no son pocos. Yo no estoy hablando de la no violencia, aunque hay que admirar muchas cosas de lo que se llama no violencia. No estoy hablando en contra de la violencia en general. No. Hay hechos violentos. Somos violentos. La criminalidad es otra historia.
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Y en ese sentido, digo, no estoy abstrayendo. Si uno cree que la decisión de que otro no siga viviendo, o sea, que se lo puede matar, es un crimen en un caso y no es crimen en otro, el que piensa eso, tendría que pensar que el otro piensa a la inversa. Entonces si no partimos, de una especie de criminalidad. El Estado argentino, al que no me gusta mucho llamar “terrorista” -a pesar de que es la razón de ser de casi todo lo que se hace en relación a la búsqueda de la verdad y la justicia- fue criminal. Esto es lo terrible, la criminalidad, no el simple terrorismo, que también es monstruoso. Pero cuando hablamos de crimen hay una condena ontológica esencial.
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El desaparecido, empecé diciendo esto, el desaparecido es el ejemplo del mayor crimen imaginable, que es la negación, no sólo del derecho a vivir, sino del derecho a morir. Porque al negarle el derecho a morir, se le está re-negando, es decir, una vez más, negando y de una manera absoluta, el derecho a vivir. También el derecho a la muerte, a ser reconocido como muerto, es reconocer la vida. Bueno, y ahí seguramente difiero con algunos otros intérpretes de esta cuestión que ponen énfasis en la circunstancia. No, me parece que hay cosas absolutas que ninguna justicia puede jamás saldar.
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La compañera hablaba de las cicatrices. Cada uno, muchos, tenemos por una u otra razón nuestras cicatrices, ya no sólo colectivas, no sólo históricas, sino personales. Y uno vive con esas cicatrices. Y no hay que tratar de eliminarlas. Hay que vivir con ellas. No para una especie de doloroso pasar, sino para saber que están como enseñanza, como memoria. Pero esas cicatrices tienen que estar. Son del orden, llamémosle, a veces son materiales, pero si ustedes me permiten, diría, son del orden del espíritu. Están en el espíritu. Me importa más la cicatriz que me acicatea a pensar de una manera, que la cicatriz de una perforación en una pared, que muestra un balazo tirado contra alguien. Y bienvenido que quede la cicatriz aquella. Pero siempre que pase a ser cicatriz en mi manera de pensar.
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Entonces, efectivamente, como uno ya es objeto de memoria, es decir, ya tiene muchos años vividos, debo decirles que, cuando era estudiante, hace muchísimos años, yo era militante de la Juventud Comunista y vivía en Córdoba. Así empecé mi militancia, por distintos caminos. En el año 1950, 1951, me llevaron muchas veces preso... y realmente de manera injusta, porque no me acusaban de nada. Pero en aquel entonces, en la época de dominio del peronismo en Córdoba, uno no podía hablar ante una persona cualquier cosa. Había que tener autorización, uno no podía repartir un volante, dar un volante, no, no. Éramos perseguidos sistemáticamente. Y no es para contar esto lo que quiero decir, sino por el lugar. Había un lugar, que existe hoy en Córdoba y que era el órgano policial de la represión política. Durante mucho tiempo, en aquella extraña y lejana juventud, yo nunca pasaba por ahí porque siempre tenía miedo de que si pasaba me agarran. No importa por qué. Me agarraban e inventaban cualquier cosa. Y la policía tenía derecho a meterte 30 días en la cárcel por su cuenta. Yo durante un año nunca fui. Es decir, el lugar de la memoria me trabajaba sin verlo. Cuando yo pasaba por ahí y paso por ahí, no puedo dejar de evocar esto. Pero nadie de los que yo trato ahora, mucho más jóvenes, saben de aquel pasado y pasan por ahí tranquilamente. Ahora hay una placa donde se recuerdan, no los hechos del 50, cuando me metían preso a mí, sino los hechos de la dictadura. Bienvenido. Lamento que no se pusiera lo que acontecía en aquellos años porque entonces la memoria sería más rica, más compleja, explicaría más cómo se construyeron las cosas en nuestro país. Las cicatrices esas son estrictamente personales. O uno las vive como cicatrices, aún cuando sean colectivas, pero las vive como cicatrices o nada impone un sentimiento. Porque está la experiencia.
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No es sólo el lugar, es la experiencia del lugar. Cuando uno habla del crimen, de la criminalidad, es la experiencia del lugar y no sólo el ocasional individuo que habitaba ahí. Con lo cual no estoy, para nada, diciendo que no sean útiles todos los elementos de juicio para condenar a los culpables, para condenar a los criminales. No puedo dejar de repetirlo: condenando al criminal -que hay que condenarlo, por supuesto- no se elimina el crimen. Ninguna justicia repara el crimen. Y por ahí anda lo de las cicatrices y por ahí lo bueno de los lugares. Para los argentinos el espacio de la Argentina es el espacio donde la memoria se ejerce. Para muchos extranjeros es un “lugar” de memoria. Más de un extranjero que está conmovido por los relatos de los crímenes de la dictadura, cuando llegan a la Argentina, lo primero que piensan es: “¡Ah! Este es el lugar de los desaparecidos”. Muchas veces lo primero que hacen es venir a ver la Plaza de Mayo. Algo así como en el exterior, cuando se dice Argentina, sigue recordándose una figura: Maradona. Bueno, son lugares de memoria. Efectivamente, existe la memoria y en la Argentina, que es el lugar de la memoria, están los que no tienen memoria. Yo no sé si hay falta de memoria o hay otra memoria. El problema no es tanto el olvido. Lo que quiero decir es que tienen otra memoria.
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Entonces, hay chicos que hoy tienen 10 años y tienen memoria de desaparecidos, tienen memoria de la dictadura, tienen memoria de todo esto que nos conmueve a nosotros. Y hay otros que no. Pero no porque hayan olvidado, porque para olvidar, hay que haber sabido en algún momento. Y el olvido, por las razones que dije, es otra forma del recuerdo. Bueno, así estamos.
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En este conflicto, en esta intensa, diría, pelea. No para hablar de la memoria, sino para construir formas de memoria que nos iluminen en este período. No hay memoria en el pasado. Toda memoria es memoria en el presente, siempre del pasado, pero en el presente. Y si no es apto para que vivamos este presente, no en una especie de pura evocación de aquello, sino que nos sirva para este presente, me parece que la importancia del estudio de la memoria se queda a mitad de camino.
Buenos Aires, 8 de junio de 2006
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Conferencia Inaugural del I Taller Latinoamericano de Sitios de Memoria
"USO PÚBLICO DE LOS SITIOS HISTÓRICOS PARA LA TRANSMISIÓN DE LA MEMORIA"
Organizado por Memoria Abierta
Buenos Aires, del 8 al 10 de junio de 2006
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[1] Héctor es Profesor Emérito de la Universidad Nacional de Córdoba, perteneció al CONICET, retirándose con la categoría de investigador principal, fue profesor en las universidades de Buenos Aires, La Plata y la Universidad Autónoma Metropolitana de México. En el campo de la comunicación es autor de varios libros, entre los que podemos destacar, “Memoria de la Comunicación” y “América Latina en la Encrucijada Telemática”. Tiene gran cantidad de artículos publicados en revistas especializadas de diversos lugares del mundo. Héctor participó en la fundación y dirección de la revista “Pasado y Presente”, “Los Libros”, “Comunicación y Cultura” y “Controversia”. Las investigaciones orientadas a la memoria colectiva comienzan a ocupar un lugar relevante en su producción intelectual desde hace 25 años, durante su exilio en México. Actualmente Héctor Schmucler coordina el Programa de Estudios sobre la Memoria en el Centro de Estudios Avanzados de la Universidad Nacional de Córdoba y, sobre el tema, ha dictado conferencias, seminarios y cursos en diversos países. Muchos de sus trabajos están difundidos en libros y revistas, tanto en Argentina como en el exterior.

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