Bajo un mismo techo, todos somos vecinos


Por Micaela Wensjoe y Assiri Valdés
Un Techo para mi País – Perú

Es verano en Ventanilla. A mi alrededor hay 70 jóvenes como yo, universitarios de Lima. Todos dormimos en sleeping bags sobre el piso de un colegio de un asentamiento humano. Nos levantaron al alba con música estridente. Hemos caminado desde la escuela, nuestra sede, hasta las faldas del cerro. Podríamos estar en la playa, tomando sol probablemente. Estamos rodeados de arena pero el mar está lejos. Cerca tenemos un mar de casas de esteras.

Esta vez el camión que trae los materiales llegó a tiempo: paneles, vigas, tablas, calaminas y pilotes. Las herramientas las trajimos nosotros, junto con el agua, los fideos y el atún que almorzaremos dentro de un par de horas, ojala ya sobre el piso clavado.

Nuestra misión de este fin de semana: construir 100 casas. Nuestra misión inmediata: descargar el camión y llevar los materiales a los terrenos de 6 por 3 metros, en donde, dentro de 2 días, se habrá levantado un nuevo hogar.
El sol quema. Yo estoy contenta. Mi casa sólo queda a 50 metros de la ruma de maderas que ha sido separada en grupos. Pero las órdenes de los encargados son claras: nadie empieza a construir su casa hasta que todas las cuadrillas y familias tengan todos los materiales en su terreno. Más de uno suspira, más de dos se quejan, todos miramos temerosos para arriba. Complicado. El cerro es empinado y arenoso. Además las invasiones son relativamente nuevas y aún no existen vías de acceso. Ni siquiera han sido afirmadas las calles de tierra. Los pies se hunden y la arena se pega a las medias. Las familias más pobres son siempre las que más alejadas están. Tremendo reto.

¿Cómo hacemos? Probablemente lo más eficiente sea armar una cadena, desde donde hace pocos minutos estaba el camión, hasta la cima, donde queda la casa de Hermila y Ariana. Tiene la subida más pesada pero la vista más linda. Y eso hacemos: voluntarios, familias, vecinos, amigos, construyendo una serpiente sudada y de colores hasta arriba. Y así van pasando poco a poco: los paneles, las vigas, las tablas, las calaminas y los pilotes. El trabajo es mecánico y duro, pero también divertido y enriquecedor. Somos una columna vertebral larga, trabajando hombro a hombro, donde el panel nos pesa a cada uno menos pero a todos por igual. Por ahí alguien empieza a cantar una canción. Otro que no quiere cargar hace una chanchita para ir a comprar gaseosas heladas.

Debe ser impresionante tener una toma de arriba, de lejos y observar: tanta gente coordinando y colaborando y con un solo objetivo común en mente. Da fuerzas saber que no se está solo. Es más difícil tirar la toalla. No recuerdo un momento más claro en mi vida en el que haya sido tan importante el trabajo conjunto, en el que haya necesitado de otras personas, de tantas personas, para llegar a la meta trazada.

Antes del mediodía ya están todas las cosas en su lugar y las casas empiezan a formarse. A medida que el día avanza las risas son cada vez menos tímidas, las miradas menos esquivas y el saludo menos desconfiado. La alegría se apodera, por unos días, del arenal.
Volver a casa se hace difícil, pero uno trae de vuelta muchas cosas de ese asentamiento en Ventanilla, además de la arena y las quemaduras. En solo 4 días conocí a personas que pasaron de ser desconocidos, extraños y ajenos, a ser conocidos, familiares y parte de mí. Y parece mentira, pero junto con este grupo de personas, en 4 días construí 2 casas para 2 familias. Durante esos días Un Techo para mi País- Perú sobrepasó las 3000 casas construidas.

Un Techo para mi País es una institución latinoamericana que nació en Chile en 1997. Ahora está presente en 15 países de la región, en Perú desde el 2001 y busca comprometer a los jóvenes con la realidad de pobreza en la que vive un gran porcentaje de las personas de sus países. Esto se logra mediante dos etapas de intervención. La primera es la construcción de viviendas, la cual busca atender una situación de emergencia que, como tal, no puede esperar. Familias como la de Hermila y Ariana no pueden vivir ni un día más en esa situación, es urgente atenderla de inmediato, y darles la oportunidad de tener un lugar un poco mejor para vivir. Sin embargo, tanto los voluntarios como las familias reconocemos que hay muchísimas más necesidades en sus comunidades. Ahí viene la segunda etapa de intervención: Habilitación Social. En esta etapa se implementan planes de desarrollo más a largo plazo, buscando que los pobladores de los asentamientos en los que trabajamos adquieran las herramientas necesarias para que, autónomamente, salgan de la situación de pobreza en la que se encuentran.

¿Por qué es importante un trabajo como éste en nuestro país? En el Perú, el 39% de personas vive en situación de pobreza, 14% en pobreza extrema y 40,000 familias viven en casas de esteras… indicadores altísimos, muy importantes para comprender la situación que atraviesa el país, pero claramente insuficientes para explicarla. Si entendemos la pobreza sólo en estos términos económicos, resulta difícil creer que podamos cambiar la realidad. Resultaría frustrante comprobar que, a pesar de que trabajamos con fuerza y compromiso, las cifras no se reducen. Y es que la pobreza es mucho más que indicadores económicos, es una situación en la que las personas no tienen oportunidades, carecen de redes sociales y son mucho más vulnerables. Es una situación en la que pierden su libertad de elección y en la que no se les permite ver más allá del día a día, preocuparse por otras cosas que no sean la comida para sus hijos, la lluvia que moja en las noches sus camas y la frustración de no poder darles la educación que ellos quisieran. En países como el nuestro, las distancias que existen entre las personas en situación de pobreza y las que no lo están parecen interminables, son dos mundos paralelos conviviendo en la misma ciudad, pero sin encontrarse. La discriminación que esto genera es gigante. No somos capaces de ver, conocer y menos aún tocar una realidad tan cercana físicamente a nosotros pero de la que nos separa una distancia imaginaria muy grande.

Esta cruda realidad es una de las principales motivaciones del proyecto, no sólo el nivel de pobreza altísimo de la región, sino la falta de colaboración total entre los miembros de un mismo país. Los peruanos no reconocemos la importancia de trabajar en conjunto para lograr un objetivo común. Construir un país requiere del esfuerzo de todos, más allá de los niveles socioeconómicos, razas, colores, gustos y creencias. Este proyecto, por lo tanto, se sostiene en base a la colaboración en todos los niveles: desde la que se establece entre la institución y sus donantes, hasta la que se entabla día a día entre voluntarios y vecinos en los asentamientos, en la oficina y en todos los espacios en los que trabajan.

Esto lo vienen demostrando los voluntarios de UTPMP, haciendo de este un proyecto exitoso, que ha logrado ya construir más de 30,000 viviendas de emergencia en toda Latinoamérica, más de 3000 de ellas en Perú, movilizándose alrededor de 7000 jóvenes voluntarios en más de 60 asentamientos humanos y centros poblados de Lima, Ica, Pisco y Chincha. Además se trabaja de manera permanente ejecutando planes de desarrollo en más de 90 asentamientos en 7 países beneficiando a más de 20,000 familias, de las cuales aproximadamente 2500 son peruanas. Se han establecido alianzas regionales y locales, recibiendo financiamiento del Fondo Multilateral de Inversiones del Banco Interamericano de Desarrollo, el Fondo para la Democracia de las Naciones Unidas y de más de 100 empresas e instituciones a nivel local. Si bien son grandes cosas las que se han logrado, este no ha sido un trabajo fácil.

Es importante entender cómo se configuran los asentamientos humanos de Lima para comprender la complejidad con la que nos encontramos al intentar realizar un trabajo en conjunto con las comunidades en situación de pobreza. Los asentamientos son espacios poblados por personas que han venido de provincias o de distintos distritos de Lima, independizándose de sus familias extensas, todos con el ideal de “salir adelante”, de que sus hijos tengan “un mejor futuro”. Esta condición genera un escenario en el que la colaboración no es un elemento reconocido como importante para poder conseguir los objetivos que se proponen. La idea del trabajo comunitario, en el que las cosas se alcanzan sólo en la interacción y coordinación con el otro, pese a ser condición inherente en muchas de las comunidades de origen, es muy difícil de lograr en un lugar en el que se ha perdido la confianza en los demás.

Es por esto que empezamos construyendo viviendas de emergencia. Voluntarios que nunca en su vida han visto lugares tan pobres, subido cerros tan altos ni cargado tanta arena en sus zapatillas, así como familias en situación de pobreza impresionadas por ver a un grupo de chicos distintos a ellos en sus asentamientos, con una mezcla de expectativa y desconfianza, conviven durante cinco días, cargan paneles, martillan, pican las piedras, se queman bajo el sol en verano, se ciegan con la niebla en invierno, construyen en un trabajo genuinamente colaborativo, en el que cada uno aporta desde donde sabe, quiere y puede.

Al pasar de los días, se va fortaleciendo el vínculo entre las personas que construyen cada casa, construyendo, más que una casa, relaciones nuevas, cercanas, honestas, sinceras y horizontales que van a permitir la reconstrucción de la confianza en el otro.

Una vez establecidos los vínculos de confianza con las comunidades a través de la primera etapa de intervención, podemos empezar a pensar en realizar un trabajo colaborativo de más largo plazo, en el que los esfuerzos y el compromiso deben durar bastante más que los dos días que demora en construirse una casa. Probablemente no tengan resultados tan inmediatos y tangibles... un nuevo reto que asumimos voluntarios y comunidades, embarcándonos en un proyecto conjunto por varios años: Habilitación Social, la segunda fase de intervención.

La cadena humana que hicimos para subir los materiales en la construcción es ahora reemplazada por las faenas comunitarias, las discusiones interminables sobre los problemas principales de la comunidad, las largas reuniones tratando de priorizar entre un mar de necesidades. Todas actividades distintas a las de una construcción, menos tangibles, pero que siguen requiriendo del mismo trabajo colaborativo para poder realizarse.
Pocas cosas en la vida obligan a uno mismo a sacar lo mejor de sí, y el trabajo permanente en el asentamiento es una de ellas. Trabajar todos los fines de semana en las partes más altas de los cerros, metidos en los problemas más ásperos de una comunidad, tratando de llegar a consensos, de tomar decisiones y de moderar discusiones. Convocar a una reunión y que lleguen más de 2 vecinos.

Lograr que las alumnas inscritas a un curso que ellas mismas pidieron lleguen por lo menos a la segunda clase. Vencer a las convocatorias de reparticiones de comida y panetones. Todas estas son actividades que ahora forman parte de nuestro trabajo diario y que son de las cosas más difíciles que hemos hecho. Nos exigen ser tolerantes, pacientes, creativos y trabajar en equipo, tanto con voluntarios como con instituciones, vecinos, municipalidades, grupos evangélicos y candidatos políticos, nos gusten o no, nos parezca valioso su trabajo o no. Trabajar colaborativamente es la única manera de potenciar cada uno de los esfuerzos individuales.

Generando espacios de colaboración real: de “jóvenes” a “vecinos”
Para muchos de nosotros el vecino probablemente sea la persona que vive al lado o muy cerca nuestro. Definición simple que permite delimitar de manera rápida y sin confusiones quién es y quién no es vecino nuestro. En los asentamientos, este concepto es mucho más complejo y está cargado de significados. “Vecino” es una de las palabras que más escuchamos mientras recorremos los asentamientos, pero ¿a quiénes llaman “vecinos”? ¿a los que viven a su lado solamente? ¿a todos los miembros de la comunidad?

Lo primero que descubrimos es que el reconocerse como vecinos es un aspecto importante de la construcción de la identidad comunitaria. Los vecinos son las personas que viven en una misma comunidad y que, por lo tanto, comparten un espacio físico, pero la palabra sobrepasa largamente la definición territorial. Degregori, Blondet y Lynch (1986) plantean en un estudio que “... la consolidación de los migrantes como “vecinos”, término de referencia horizontal que en esos barrios adquiere resonancia democrática, implica la cerrazón del triángulo sin base. El de abajo ya no está solo, ha tejido con otros su red de relaciones “vecinales” que le permiten convertirse en “poblador” que exige, se confronta o negocia con quienes ocupan el vértice”. Esto implica que los “vecinos” son un grupo en el que todos son parecidos y tienen las mismas oportunidades, problemas, necesidades y preocupaciones. Un grupo que se diferencia del resto de personas que vive en la misma ciudad.

Claramente la conformación de este grupo nace de la necesidad de sentirse identificado y acompañado por otros, para poder así enfrentar las situaciones más difíciles, e instituciones y autoridades muchas veces intransigentes. Pero esta forma de asociación grupal también responde a una sensación de soledad, de tener que afrontar la vida sin el apoyo de los demás, especialmente de aquellos que no comparten las mismas condiciones.

La mirada esquiva de las familias del asentamiento en la primera construcción estaba acompañada por un “señorita” o “joven” al llamar o referirse a los voluntarios. Ahora, después de muchas visitas, trabajo conjunto y relaciones reconstruidas y enriquecidas día a día, es reconfortante llegar al asentamiento un domingo y escuchar un “vecina” o “vecino” y reparar en que esta vez están llamándonos a nosotros, los voluntarios. Y es que ya somos personas que formamos, de alguna manera, parte de la comunidad, no por compartir el espacio físico, sino porque ya hicimos nuestros los que antes eran “sus problemas”. Ya nos peleamos, reimos, comimos, sudamos, pensamos, jugamos y trabajamos juntos semana a semana. Ya no somos tan distintos. Ya no es más la suma de diferencias e indiferentes, sino que más bien es una comunidad, un vecindario conformado por personas de distintos lugares, colores y niveles socioeconómicos trabajando juntos por un mismo objetivo. Este es uno de los grandes logros de UTPMP: acortar las distancias que existen entre las personas que viven en una misma ciudad y ser capaces de reconocernos en el otro. Para generar, a partir de ahí, espacios de colaboración genuina y horizontal.

De lo urgente a lo sostenible: trabajando entre vecinos
Estudiantes, empresarios, familias en situación de pobreza, instituciones educativas y la sociedad en general, todos somos agentes que buscamos involucrar en la lucha contra la pobreza extrema, para poder realizar un trabajo conjunto y, por lo tanto, más eficiente. Si bien sabemos que es un proyecto ambicioso, tenemos la certeza de que la única forma de alcanzar los objetivos es entendiendo la multidimensionlidad del problema para poder así atacar de manera integral todos los flancos de la pobreza.

Intervenimos primero desde la urgencia y lo inmediato, la falta de vivienda, para luego intervenir desde lo importante y sostenible, generar comunidades sustentables, es decir, que tengan identidad, estén organizadas, sean autogestionarias y estén vinculadas a redes. Esto lo hacemos implementando diversos planes que trabajan temas identificados por la propia comunidad como una necesidad. El trabajo principal se realiza con sus líderes en reuniones semanales o Mesas de Trabajo (MT).

La MT es el eje que articula nuestra intervención. Es un espacio colaborativo y de diálogo por excelencia, de trabajo formal, que se realiza semana a semana y tiene como objetivo acompañar a los líderes de la comunidad en la formulación y ejecución de proyectos que ataquen las principales necesidades del asentamiento. Es ahí donde, partiendo de un diagnóstico que defina las necesidades y potencialidades del grupo representado y la metodología para trabajarlos, se crea un Plan de Trabajo semestral. Conforme en la MT se vaya identificando la necesidad de trabajar ciertos temas específicos, se van implementando los planes con los que cuenta UTPMP.

El Plan de Educación busca abrir oportunidades educativas en los asentamientos, para así promover el desarrollo cognitivo y afectivo de los niños y niñas en situación de pobreza. De tal manera, se busca obtener que mejoren su aprendizaje escolar y a la vez adquieran habilidades y estrategias que faciliten sus futuros aprendizajes. Por otra parte, el Plan de Salud tiene como objetivo desarrollar una política de promoción de la salud, que apunta a mejorar la calidad de vida de la población. Para ello, se realizan talleres en temas de prevención y se forman agentes de salud que tengan las herramientas necesarias para orientar a las personas de su asentamiento en temas de salud y prevención.

Dentro del campo del fomento productivo, se trabajan dos programas. El Plan de Microcréditos que busca apoyar iniciativas rentables que incrementen el ingreso de las familias con escasos recursos, fomentando habilidades emprendedoras y desarrollando el capital humano y social. El Plan de Capacitación en Oficios, por su parte, busca que, mediante el desarrollo de un oficio, las personas en situación de pobreza mejoren su ingreso económico.
Por último, el Plan Urbano y el Plan Jurídico asesoran a las Mesas de Trabajo en la resolución de problemas y el acompañamiento de proyectos comunitarios relacionados con la infraestructura del asentamiento y el acceso a la justicia, respectivamente.

La implementación de cada uno de estos planes está a cargo de voluntarios que trabajan en los 15 asentamientos humanos en los que UTPMP tiene presencia actualmente. Sin embargo, el trabajo multidimensional que se realiza exige involucrar a diferentes actores de la sociedad, para que cada uno, desde su ámbito de acción, se sume a esta compleja tarea.

En el plan de asesoría jurídica, por ejemplo, no sólo trabajamos con estudiantes de derecho sino también en alianzas con distintos estudios de abogados y otras instituciones que se dedican el tema, todos dispuestos a llevar a los asentamientos lo que probablemente más lejano está: sus derechos y el sistema judicial.

Construyendo juntos: con la misma fuerza y para el mismo lado
El mayor desafío ahora es poder realizar un trabajo colaborativo que provenga de ambas direcciones. De un lado, garantizar la participación sostenida y comprometida de distintos miembros de la sociedad con la realidad de pobreza que vive gran parte de la población y, por otro lado, lograr que las personas de los asentamientos humanos que trabajan con UTPMP se empoderen aún más, que fortalezcan su capacidad de agencia y participación ciudadana. El reto ahora es que los proyectos empiecen a ser gestionados principalmente por las comunidades mismas en una relación de colaboración completamente horizontal.

Obviamente esto es complicado cuando una de las partes está en una situación mayor de vulnerabilidad que la otra, pero hacia eso deberíamos tender. Poco a poco, paso a paso, reunión a reunión. El día en el que todos jalemos con la misma fuerza para el mismo lado estaremos encaminados hacia la construcción colaborativa de un país más justo.

Ojalá pronto podamos hacer las capacitaciones fuera del asentamiento. Ojalá los microempresarios con los que trabajamos logren insertarse en el sistema bancario oficial. Ojalá sean los padres de familia quienes reclamen la asistencia de los voluntarios a las clases y los resultados de las evaluaciones de sus hijos. Ojalá en nuestras reuniones de directores estén los representantes de los asentamientos poniendo sobre la mesa sus temas más importantes. Ojalá pronto el reclamo de servicios básicos sea un derecho y no un favor. Ojalá vayamos a las siguientes reuniones con el BID con los dirigentes de las comunidades y con ellos redactemos los informes dando cuenta del uso del financiamiento recibido. Ojalá sean los asentamientos quienes no bajen el ritmo, quienes no se detengan. Ojalá sean los asentamientos quienes nos apresuren el paso.


Fuente:
CO – LABORAR Experiencias de colaboración y trabajo
Enero de 2010


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